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El peso de los días. (Performance). Rodríguez, W. 2019. Colección personal.

Quiero por un momento que imaginen un lugar, 
un salón construido en ladrillo de color rosado Soacha, 
una puerta metálica de color blanco con una pequeña ventana 
de 20cm x20cm en el centro,
ventanales en dos de los muros, 
mientras que en el tercero hay un lavamanos incrustado en un mesón de hormigón que sirve de nicho para hojas y cartulinas olvidadas por quienes habitan este espacio, 
la cuarta pared está ocupada por un tablero blanco. 

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Atrapado entre los muros hay 10 mesas y 44 sillas de estructura metálica color

color rojo y tablas cubiertas de una formica color gris, están diseñadas para niños pequeños. Hay dos mesas más, de un tamaño considerablemente mayor, también en metal y con tablones de madera hechas para trabajo pesado. En el mismo espacio hay un horno grande de cerámica que no está en uso… nunca ha estado en uso. Esta descripción retrata mi salón de clases, el espacio que habito de 6:30 am a 12:30 pm, 40 semanas al año. Y desde allí quiero relatar un momento de estupor acontecido hace un par de semanas.

Me encontraba iniciando mi práctica de clase a primera hora de un miércoles, 601 era el curso que correspondía, generalmente inicio con el saludo y unas indicaciones que nos permiten entrar en contacto con algún material: sin embargo esta mañana fue distorsión. El murmullo, la voz repetida, la risa, el ruido. El intento vano por el silencio, la frase una y otra vez: “solo el silencio posibilita la comunicación”… que gran mentira, pero la sigo repitiendo, por fortuna nadie escucha, y la voz, mi voz se sigue perdiendo inexorablemente en el barullo del salón.

El naufragio es inevitable, el mar se agita y la falsa tradición del oficio de profesor trata infructuosamente de lanzar amarres y flotadores para evitar el hundimiento. Y alzo la voz con fuerza y enojo mostrando supuesta autoridad, tal majadería es inocua. Lista en mano, ante el atrevimiento, esbozo 1.0 general como medida coercitiva, para que vean quien lleva el mando, pero que va, el efecto es casi nulo, el maestro explicador perece fulminantemente. El ruido nuevamente, el interés es otro:    la      comadrería, el juego, la risa...

 

Podría estallar de rabia e indis  criminadamete tomar algún jovenzuelo

para escarmentar en él la ira que tendría un maestro ofendido… pero no lo voy a hacer. la 

situación me resulta aleccionadora y sumamente atractiva, algo de mi practica está mal y la situación es una muestra determinante.

 

Acontece lo impensable. Ahora soy un cadáver habitado de silencio. Un cuerpo mitológico en descomposición. Un nuevo proceso ocurre en mí, de lo muerto debe florecer lo nuevo, pues lo orgánico permite que la vida retoñe de otras maneras para crear así nuevas formas de relación maestro-estudiante. 

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Del silencio con el que me presento, surge también un silencio en los estudiantes, los pequeños latosos callan repentinamente… silencio unísono, difícil de soportar por mucho tiempo, casi 10 minutos, todo un record para chicos de 10 y 11 años. En un crescendo repentino surge nuevamente y esta vez para instaurarse definitivamente el ruido, la voz, la risa… el ruido es anarquismo, con un cadáver en frente lo sensato es hacer una fiesta, una forma de poder ha sido derribada (un prejuicio que arrastramos todos los que ostentamos ese rol en la escuela), la autoridad ha desaparecido. Y aunque yo siempre he creído que no soy el típico profesor que choca con sus estudiantes porque quiere cambiarlos y meterlos en una caja que estandariza, hay una claridad que se me hace evidente a los ojos: del mismo modo que pensamos en los estudiantes  como eso, una masa homogénea que puede ser entendida desde la generalidad, ellos (nosotros) los estudiantes también homogenizan a los maestros y tanto sus virtudes como sus defectos se representan por igual en un maestro que en todos, es como 
surge la relación arquetípica de antagonismo maestro-estudiante. 

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Lo maravilloso sucede entonces, cuando mi silencio también me hace invisible y mi cuerpo se fuga de la atención de todos y la situación los devela naturalmente y ahí los veo siendo más ellos, siendo primigenios. Pequeños grupos se van formando, son como clanes cerrados en los cuales surgen particularidades en las formas de hablar, en el tono de la voz o como figuran entre ellos, algunos están por encima de otros, una triste representación interiorizada de la sociedad. Cambia también la forma de relacionarse con el salón-taller de clase, pues el centro abarcado por el espacio del tablero, es ahora un punto marginal, un lugar más que no necesita una atención especial.

La masa informe de estudiantes, que seguía la directriz de un maestro, ha tomado una nueva forma, está siendo por primera vez una multitud 
autónoma, *creativa. 

No sé cómo, tal vez fue el azar o la predisposición de las clases anteriores, pero de algún lado salieron pinturas y papeles que fueron un punto de partida para que se propiciara un proceso de creación inédito para mí. Lo asocio a una forma primitiva de relacionarse entre personas y materiales, se trataba de pinturas colectivas que expresaban gestos de color de fuerza incontenida del tal forma que ni el papel bastaba, luego fueron untando sus propios cuerpos, no era un simple juego, o una relación relajada con un material, fue más bien un gesto ritual en el que la pintura evocaba una marca de identidad con la naturaleza. Una manifestación no racional para el cual la pintura resultaba un lenguaje necesario, vital y genuino, que surge de manera espontánea, caótica, intensa y orgánica e impredecible, violenta y sobretodo corpóreo. Humano demasiado humano. La pintura les permite abandonarse de la formalidad y el protocolo y la noción de tiempo se fue diluyendo hasta perder cualquier importancia. 

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Pensé en ese momento que la orfandad del maestro permitiría que una sociedad vuelva fácilmente al primitivismo, a expresiones primigenias que evocan  las emociones más básicas pero más potentes en cuanto euforia y emancipación espiritual,  como si un contenedor se rompiera y del cual surgen gestos y risas poderosas, incluso la agresividad cambia de forma, no porque se reduzca sino que es un gesto que denota una manifestación de territorialidad del propio cuerpo y no la reacción social inconsecuente.

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Pero la escuela no cambia en un gesto y como los cuentos de hadas, el encanto o desencanto que se propició pronto se rompe ante el paso inexorable del tiempo que nos llena de otros muchos afanes y el tiempo del otro maestro ya se había usurpado en exceso y llamaba a cumplir de inmediato el horario.

Estas obligaciones de la escuela de estar creado solo para lo posible- predecible, no facilitan que lo maravilloso surja y cuando sucede, busca la forma de contenerlo

Forjamos personas en un sistema que quiere mantenernos bajo control?
Ahora, el salón de clase ya no está, hemos sido desplazados por la realidad y aunque los afanes son otros, cabe siempre la preguntar ¿por qué hacemos lo que hacemos?

 

¿Para quién lo hacemos?  ¿Con qué fin? 

¿Somos un gesto repetido en tiempo y en el espacio o somos la ruptura que permitirá que lo inesperado suceda?
 

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Entraña. (Lápiz sobre papel. Archivo digital) de Rodríguez, W. 2012 Colección personal

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